Podría decirse: pintar no es ya posible. Cuanto menos hacerlo a la manera tradicional, creyendo que se dibujan las cosas reales, que la pintura es una ventana para asomarse al mundo y ver a su través la consideración que éste merece al artista. Hoy están los medios de masas inundando de imágenes las horas del día; el análisis supuestamente directo de los hechos y las cosas nos parece observarlo a través de la televisión, la contemplación de fábulas la ejercitamos en el cine, el parecido pretendemos hallarlo en las fotografías. La pintura ha quedado arrinconada. Es cada vez más un arte de minorías (estoy a punto de escribir: de unos pocos nostálgicos; pero me frena el placer que todavía procura a quien la mira, la pasión que suscita entre los adeptos, el deleite de los sentidos que sólo ella puede ofrecer). Ya no está en el centro de la experiencia estética contemporánea; la postmodernidad significa principalmente sociedad de masas en un mundo interconectado.

    Ernesto Herrero y Rafael Cebrián no pintan, pues, las cosas, sino sus imágenes. No construyen un relato del mundo, sino un metarrelato. Se ocupan de las fotografías como motivo evidente, pero en verdad están tratando de la pintura misma, en su historia y en el reflejo de ésta sobre la actualidad. La operación pictórica es, en cierto modo, semejante a lo que Hans Georg Gadamer decía de la filosofía actual (Verdad y método, 1975, «Introducción»)

    Podrá tenerse por debilidad de la actual filosofía que se aplique a la interpretación y elaboración de su tradición clásica admitiendo su propia debilidad.

    En efecto, los filósofos apenas hablan ya del mundo, siendo la historia de la filosofía, en su interpretación, el instrumento de manifestación prioritaria de las ideas. Algo parecido sucede con la pintura y Rafael Cebrián y Ernesto Herrero se remiten al pop art. Reinterpretan el pop apropiándose de una de sus maneras más significativas, como es la utilización de los recursos de un medio de masas, de sus elementos formales más característicos, construyendo así una imagen de la imagen, una pintura de la fotografía que miraba a su modo los hechos. Fotos en blanco y negro, además. Los colores no aparecen y así no hay lugar para las dudas. Remitirse a lo real sólo como significado en última instancia, como resultado final de la cadena del sentido, como motivo último obligatorio del signo (equiparándolo así, pues, a la misma idea de Dios, concebido desde san Agustín como el significado de todos los significados).

    Pero, aunque pueda haber sido hecho por los autores de manera inconsciente, tampoco el pop art es utilizado en directo, cuanto menos en sus manifestaciones iniciales. Porque si, en efecto, los cuadros de Herrero y Cebrián guardan relación con las experiencias de James Rosenquist y, desde una perspectiva diferente, de Gerhard Richter, también la consideración de estos artistas está mediatizada por otra mirada anterior realizada hace veinte años por uno de los grupos más característicos de la pintura valenciana, el Equipo Realidad. Basta observar sus pinturas de La guerra civil. Cuadros de historia para comprender que se constituye en una etapa intermedia entre nuestros pintores y los originales experimentos pop de los años sesenta. Podría enunciarse así la serie: la pintura pop vista a través de la mirada del Equipo Realidad es el auténtico motivo de los cuadros de Cebrián y Herrero. Pintura que mira una pintura que miraba otra pintura que, a su vez, dirigía los ojos hacia las fotografías. ¿Pero acaso las fotos son capaces de mirar directamente lo real? Por eso hay ese distanciamiento con el tema. Ahí está la causa de que los motivos de las fotos parezcan escogidos al azar, como si no existiese ninguna ligazón entre ellos, como si cada escena se desenvolviese independientemente, aislada en su propio interior; así el nexo exclusivo de toda la serie son precisamente los elementos formales y el color gris, los tonos en blanco y negro, el auténtico protagonista del conjunto.

    No casualmente el gris es el vampiro de los colores, el encargado de succionarles la sangre hasta vaciarlos de sí, conduciéndolos hacia su propia muerte, identificándolos sucesivamente con él mismo, actuando para que pierdan su multiplicidad y se conviertan en… grises. Al hacer del blanco y el negro, en la multiplicidad de combinaciones, el verdadero tema de su trabajo, Herrero y Cebrián afirman su presencia en el mundo del arte valenciano como necesaria autorreflexión de la pintura, como búsqueda del pasado infinito que ilustre la mirada del presente.

    Pero ¿son de verdad escogidas al azar las fotografías que sirven de modelos inmóviles a los pintores? Imposible afirmar semejante idea; el inconsciente trabaja determinando la elección aunque nadie se percate de ello, por lo que ciertos elementos promueven el interés de los autores para interpretar en el lienzo los rasgos fotográficos. Así, por ejemplo, aunque pueda decirse que Soldados de la fragata Navarra no ha sido pintada debido al tema militar, es inevitable reconocer la potencia de la horizontalidad de los soldados tumbados prolongados por los fusiles ametralladores; quizá también sea preciso señalar la presencia de materiales muy diversos (carnes de las piernas y los brazos, telas de las ropas, barandillas metálicas, cuerdas…) que son tratados con el mismo tipo de disposición del óleo, jugando al enfoque y el desenfoque para afirmar la potencia superficial de las pinceladas. En otro cuadro, Cadena humana, el formato horizontal no es subrayado por lo pintado, sino complementado por la verticalidad de las tres figuras en pie que marcan el primer plano; resalta aquí con más fuerza, sin embargo, la oposición entre la claridad de todo el centro del lienzo y los tonos negros que se hallan en las montañas y algunas ropas. También el claroscuro organiza La ofrenda de flores, jugando aquí los artistas a una simplificación de los rasgos faciales de la veintena de falleras y los dos hombres que las acompañan.

    Sin embargo, la condición dramática del presente no puede escapar a la mirada de Cebrián y Herrero, por lo que la terrible actualidad de la guerra contra Irak se hace patente en otras composiciones, como Bombardeo en Bagdad y Couso en el hospital, en las que el indudable trabajo del pincel y los contrastes de claroscuro no enmascaran sino que potencian la sensación de angustia de los personajes que aparecían en la fotos originales. No obstante, incluso aquí hace falta pensar que el dramatismo se convertirá en genérico con el paso del tiempo y restará, a pesar suyo, el protagonismo de la superficialidad de la ausencia de color y del juego de pinceladas que lo organizan.

    En síntesis, los cuadros de Ernesto Herrero y Rafael Cebrián irrumpen en el panorama plástico valenciano con toda la carga de postmodernidad que los tiempos imponen, haciendo de la pintura una permanente referencia a su propia historia y afirmando el valor de la superficie de representación para mostrar al desnudo, como quería Oscar Wilde, que «el verdadero misterio del mundo es lo visible, y nunca más lo invisible».